domingo, 15 de octubre de 2017

La paradoja del final feliz

No sé si habrá sido obra del azar o un capricho del destino, pero ambos nos encontrábamos exactamente en el mismo lugar en donde comenzó todo. La diferencia era que esta vez no había felicidad en nuestros rostros. Solo había angustia y duda, frente al futuro incierto.

Los elementos que nos rodeaban eran similares. El otoño hacia la tarde fría y las nubes pintaban el cielo de gris. Yo únicamente estaba concentrado en mi amada, que me miraba con unos ojos que no cabían en la muerte . Una lagrima cayo por su mejilla.

Estábamos ante un final, ambos lo sabíamos, pero no era aquel final feliz que nuestras almas ilusorias habían planeado desde un comienzo. A pesar de que nunca nos hicimos daño, el panorama era desolador, el final dolía en contra de todo pronóstico, dolía justo en el corazón.

El día en que termine mi relación me dejo una valiosa lección. No existen los finales felices, solamente existen los finales y estos, muchas veces son amargos.

¿Por qué lo digo?

Un final feliz no es totalmente un desenlace, es más bien un término inconcluso, parcial, de sucesos que no cierran tajantemente un relato, si no que más bien lo dejan abierto para que pueda tímidamente continuar. ¿Puede llamarse a esto un final? Yo digo que no.

Un final, literalmente, es un cierre rotundo de una historia, como el punto al terminar un libro. Esto suele venir acompañado de inseguridad, miedo, angustia... pues después de un final debemos enfrentarnos a nuevos acontecimientos y debemos hacerlo en solitario, desde cero.

Es imposible que una historia de amor tenga un final feliz, cuando el amor es verdadero dura hasta la muerte. Si no es verdadero, tendrá un final anticipado. Lamentablemente, en cualquiera de los dos escenarios, lo único imprescindible será el dolor.

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